El Carlos Vieco Ortiz se reabrió el pasado 22 de julio, luego de estar siete años clausurado por deterioro y por las obras de reconstrucción del teatro. Sin embargo, yo no había vuelto al que muchos llaman “el templo del rock” de Medellín desde hacía más o menos ocho años, eso quiere decir, el 2013.
Por Alexander Múnera Restrepo // @_AlexanderM
Creo que parte de esta historia muchos ya la han leído o escuchado: La primera vez que fui a un concierto, fue a una presentación de JuanitaDientesVerdes en el Carlos Vieco Ortíz. Tenía 14 ó 15 años y como si fuera un chiste malo, el amigo de un amigo, me prestó unas botas platineras para completar la “pinta rockera” de ese día.
De esa vez, también recuerdo una manilla negra con letras blancas que estaban dando a la entrada, con un mensaje que decía “Nada de tropeles”. Y también como Guido se negó a cantar en medio del concierto, porque precisamente, a un par de asistentes no les había quedado claro el mensaje en la pulsera de trapo.
A partir de esa fecha, las idas al Carlos Vieco se hicieron recurrentes, conciertos de CO2, El Pez, NeÜs, Nadie y muchos otros grupos que quedaron en la memoria de por lo menos un par de generaciones, también quedaron en la mía.
Hasta antes del pasado viernes 10 de diciembre, no había vuelto a los bajos del Cerro Nutibara, que es donde queda este teatro al aire libre. Mi última asistencia había sido hace ocho años (2013), a unos conciertos clasificatorios de Altavoz, creo que todavía se llamaban así, ahora son los Ciudad Altavoz.
Resulta entonces que no había dimensionado ese regreso (el mío a ese teatro) y solo lo hice en el momento justo cuando bajé el último escalón de la estación Exposiciones del metro y empecé a caminar hacía el occidente por toda la 33, como siempre lo hice en mi adolescencia con mis amigos de la época. Esta vez me pareció más corto el camino, quizá porque había “andenes nuevos” o porque en esos años la deriva también era una opción, no lo sé.
Llegué pues a esa calle de la que nunca supe si tenía número o nombre, esa donde quedaba La casa de Crisanto, y seguí por la misma cima que no porque ahora tenga unos escalones mejor diseñados, deja de quitar el aliento cuando se sube a pie.
Fotografia de Santiago Arango Naranjo
Mientras ascendía, como otrora, se iba escuchando la agrupación de turno, que en ese entonces, motivaba a los caminantes a llegar más rápido. En este caso, era Volqueta Espacial, y como en una especie de Déjà vu, los riffs y la voz groncheta de la banda, me devolvieron a los 90’s del siglo pasado. Era de no creer la “casualidad”.
Terminé el trayecto sudando y saludando a dos buenos amigos. Entramos y me encontré a otro par de ellos… ¡Las bondades de los conciertos presenciales!
Pero como si todo esto ya no hubiera sido suficiente para revisitar el pasado, mi objetivo esa noche, era ver a Parlantes, una banda que como muchos de ustedes sabrán, fue fundada por exintegrantes de Bajotierra, Planeta Rica y otros proyectos que nacieron a finales del siglo XX o muy a principios de este milenio.
El concierto, por fortuna, valió toda la pena; sin embargo, me fui pensando en este cuento que les estoy contando y que me hace pensar en cómo la música nos tatúa de maneras que no dimensionamos. Probablemente vuelva al Carlos Vieco a otro evento (si la pandemia lo permite); pero ese reencuentro con el pasado, espero se convierta en un recuerdo más reciente, pues aunque fueron buenos momentos, siempre he tenido mis diferencias con la nostagia.
Y a ustedes... ¿Cómo les fue con el redescubrimiento del Carlos Vieco?