El día de regreso nos cogió la noche y terminamos sin gasolina en San Luis, un municipio a unas tres o cuatro horas de Medellín. Esa misma noche estaba lloviendo y nos quisimos resguardar en un negocio para tomar algo caliente mientras menguaba el agua. Conversando con el dependiente, un hombre de no más de 40 años, blanco, de ojos claros y de contextura gruesa, nos contó que también vendía gasolina y como no queríamos quedarnos varados en la carretera, decidimos comprarle unos dos galones, lo suficiente para llegar a una estación de servicio, llenar el tanque por completo y seguir el camino.
Por Alexander Múnera Restrepo // @_AlexanderM
Lo que no sabíamos era que la gasolina estaba alterada e igual nos íbamos a quedar botados y asustados en la autopista Bogotá – Medellín, sin ver muy bien para dónde íbamos porque no había luz en la vía, con la ropa emparamada, llevando la moto rodada y esperado que pasara alguien que nos quisiera ayudar, cosa que nunca pasó.
Todo empezó meses antes en mí vieja casa de Campo Valdés, con una conversación de esas que tenés con los amigos, medio en serio y medio en broma, cuando empezamos a planear nuestra primera ida a Rock al Parque. Corría el año 2006 y todo iba más o menos bien con la vida. Andrey sería el compañero de viaje, él tenía moto y la idea era irnos en ella. Era, muy influenciados por los gustos generales de la Zona Nororiental de la época, una Yamaha RX 115 vino tinto. La poderosa, le puse yo en un claro robo de derechos de autor y una evidente falta de creatividad, luego de ver la película “Diarios de motocicleta”.
Entre conversa y conversa, planeamos el periplo. Ahorramos un dinero, consultamos el cartel de bandas, imprimimos un mapa que literalmente se llevó el viento por los lados de Doradal… Y el sábado 14 de octubre de aquel año, cogimos carretera un par de horas antes de que saliera el sol. Íbamos muy bien, parábamos cada tanto a estirar las piernas, desayunamos en Puerto Triunfo y llegamos a Bogotá al medio día de ese sábado. Casi que no encontramos un hotel con habitaciones vacías; por fortuna, dimos con uno que incluso tenía parqueadero, perfecto para guardar “La poderosa” y andar más tranquilos por la séptima en los tiempos muertos de música.
Como era nuestro primer Rock al Parque (aunque para los libros de historia era la versión número 12), la impaciencia por llegar al Simón Bolívar era alta, así que terminamos de instalarnos y nos fuimos inmediatamente para allá. Estaban las filas largas y las raqueteadas (abusivas) de siempre; sin embargo, la experiencia en la entrada de otros conciertos nos ayudó a saber que no podíamos entrar con correa y las botas platineras se tenían que quedar en la casa.
No me acuerdo muy bien de las impresiones de mi amigo; pero yo estaba extasiado y sorprendido con el tamaño de la tarima principal, era algo que nunca había visto, de hecho, todavía me sigue pareciendo inmenso ese escenario. Dimos un breve recorrido por el parque y luego de decidir que íbamos a ir a la tienda del festival al otro día, nos acomodamos abajo de las gradas, para ver a Ingrand, Día de los muertos (USA) y a Koyi K Utho, esta última, fue la banda que marcó nuestras pupilas y oídos esa primera jornada. Así la capital nos daba la bienvenida y nos bautizaba con el primer aguacero de varios que íbamos a tener ese fin de semana. Decidimos irnos para el hotel; llegamos bañados, con hambre y esperando que el día siguiente, estuviera mejor o igual en música, aunque mucho más seco.
Como era la primera visita de Andrey a Bogotá y la segunda mía, también queríamos caminar y conocer algo del DC, por lo menos el centro, que era donde nos estábamos quedando. Así que el segundo día, andamos un rato por la ciudad e incluso compramos algunos suvenires para la gente que esperaba en Medellín. Arribamos al día dos del festival, y ya más sosegados, como se había planeado, visitamos la tienda del festival, no sin antes hacer una cola de por lo menos una hora. Ese día el descubrimiento sonoro fue Pornomotora y el anhelo era ver a La Pestilencia. La noche también estuvo pasada por agua, así que mojados otra vez, terminábamos nuestra iniciación en Rock Al Parque. Sin embargo, para finalizar el viaje aún faltaba.
La intención era levantarse temprano, desayunar y arrancar para Medellín, “sacrificando” el último día del recital. Mi camarada debía trabajar al martes, entonces salimos de Bogotá como a las 10am, después de que un policía de tránsito local, nos parara con la intención de multarnos porque no llevábamos chalecos reflectivos de colores. Por esos días, la ley de llevar chalecos y cascos reflectivos en las motos, no tenía mucho de ser decretada y las ciudades tenían (todavía es así) sus propias condiciones, en Medellín, no era necesario tener el chaleco de colores, bastaba con los reflectores y los de nosotros eran cromados.
Seguimos el camino con la convicción de que ese lunes 16 de octubre, íbamos a dormir en nuestras camas; pero nada más alejado de la realidad. Llegando a Puerto Salgar se reventó la cadena de la moto (no sé cómo no nos pasó nada) y tuvimos que detenernos y buscar un taller mecánico que estuviera abierto ese festivo, afortunadamente lo encontramos y nos pudimos desvarar. Estábamos muy apurados porque nos daba miedo quedarnos al lado incorrecto del camino luego de las 6pm, ya que en ese tiempo, “por seguridad”, cerraban un tramo de la vía después de esa hora y ya no se podía pasar hacia ninguna de las dos direcciones.
No obstante, pasamos sin problema ese trayecto. Lo que no sabíamos, era que igual tendríamos que quedarnos parados en la carretera, porque no íbamos a tener gasolina para continuar. Esa noche, llevando la moto rodada, llegamos a un paradero de camiones donde pudimos comer y alojarnos hasta el otro día. Andrey se quedaría mirando cómo arreglar la moto y yo iría a la estación de servicio más cercana para comprar combustible.
Fotografía del archivo de Yojan Valencia - Rock Al Parque 2009
El “hotel” contaba con habitaciones pequeñas y catres que hacían las veces de camas. La pieza que nos delegaron para pernoctar, parecía igual a todas, no obstante, para nosotros fue muy particular, ya que el baño nos recibió con una sorpresa mal oliente en su papelera, la cual tuvimos que sacar de allí para poder dormir.
Al día siguiente, un soldado que hacía guardia esa mañana junto a sus lanzas, me ayudó a parar a otro motociclista, quien en su Yamaha 80 roja, no pudo acercarme del todo a la gasolinera porque también se varó, así que caminé un par de cuadras más hasta allá, compré el combustible y le hice autostop a un camión, que me llevó junto a otras personas en su volquete hasta el paradero donde nos habíamos quedado la noche anterior.
Sacamos los residuos del combustible malo que nos había vendido aquel señor con cara de “buena gente” kilometros más atrás y pudimos seguir nuestro camino. Atravesamos el oriente cercano a la velocidad que nos permitía “La poderosa” luego de tantos ires y venires con el agua, la cadena y la gasolina. Arribamos por fin a la casa de Andrey, sucios y cansados, para que él se pudiera cambiar e ir a trabajar, y de camino al colegio donde dictaba clases, me dejó en mi casa, para terminar definitivamente esta historia de rock y carretera.
En total, según cifras oficiales, esa edición del festival tuvo 300.000 asistentes, incluyéndonos. Después de esa “aventura”, los demás Rock al Parque a los que he ido han sido mucho más tranquilos y si se quiere cómodos. Hubo uno más con buenas anécdotas, en compañía del equipo de HagalaU en 2009, pero ya no queda tiempo de contarlas aquí. Andrey y yo, con el pasar de la vida, dejamos de hablar, ahora no sé nada de él. A pesar de eso, todavía lo considero un buen amigo y espero que siga yendo a conciertos y festivales, y que, de vez en vez, se acuerde de su primer Rock al Parque, como yo.