En HagalaU seguimos proponiendo crónicas y relatos de la música, momentos que marcaron la vida y donde las canciones, los grupos, los conciertos, los discos y sobre todo las personas, son protagonistas.
Santiago Arango Naranjo // @santiagocancion // 25 de enero de 2019
Ese día tendrían su ceremonia una manada de jóvenes ansiosos de estrechar su lascivo cuerpo contra otro pecho pueril e incendiado en llamas: ¡Un baile de baladas!
Imaginen la sala de una casa: sin muebles ni mesas en el centro, luces apagadas, las peladas a un costado y los varones al otro como regimientos carnales, las mujeres luciendo en su peinado el típico copete de ALF, un casete de 60 minutos con las canciones que debían sonar tanto en la cara A como en la B: así eran los bailes de baladas, una oportunidad de oro para apretar al quiebre –entiéndase “conquista”- cual danza cadenciosa y sutil de rock en inglés, pero con canciones como Hotel California de The Eagles, Stairway To Heaven de Led Zeppelin y Jenny de Falco. ¡Baile de baladas que se respetara siempre sonaba esas canciones!
Yo tenía 9 años y los bailes de baladas eran para los ‘grandes’, es decir, en castizo, era un espacio para los hermanos mayores donde los niños no podíamos cohabitar; hacerlo, era más que un mal gesto de cortesía con los hermanos guía, parecía en realidad una acción vigilante encomendada cual Sherlock Holmes por los padres.
Air Supply sonaba sin falta en los bailes de baladas
Ese día era sábado, como casi todos los bailes de baladas, el calendario marcaba un 8 de noviembre de 1986, año en el que Virgilio Barco asumió como presidente de Colombia y la selección Argentina de Fútbol se coronó campeona de México 86 con la célebre ayudita de la mano de Dios de Maradona. Ese sábado todo fluía normal: donde Chucho abrió la tienda del barrio a las 6:30 de la mañana, nos habíamos levantado a ver las caricaturas del Oso Yogui y el desayuno fue un verdadero manjar de hogar: arepas hechas por mamá, calienticas y con mantequilla, huevo revuelto, tostadas con quesito y chocolate. Era un gran augurio para la mágica noche que vendría en el barrio Buenos Aires de Medellín y el inicio de la jornada así lo predecía.
El evento era organizado por Javier Ángel “Pelos”, mi hermano mayor, quien había nacido el año que se celebró “Ancón”, el festival de rock que según la sociedad biempensante metió nuevas tropas de Belcebú a las calles de Medellín: los hippies.
Parido en 1971, 'Pelos' fue traído al mundo en aquella época cuando los bebés eran envueltos -hasta el cuello- en tela cual ‘rollo de carne” como sinónimo de cuidado materno; él había logrado convencer con Robin –a quien le decíamos ‘Piraña’, uno de sus mejores amigos- para que su adorada mamá -doña Ligia- les permitiera hacer el bailecito. Y lo habían logrado; pero lo que no sabían era que Frank, un incauto y hermoso rubio con motilado de ‘totuma’, les robaría el show.
A Frank lo querían en toda la cuadra, tenía entrada en la casa de todos los vecinos y no le faltaban amigos, era imposible no hacerlo por la espontaneidad de su espíritu libre. Tenía tres hermanos: Duvian, Esneda y finalmente Robin, uno de los gestores del esperado baile.
El monito ‘plaga’ de la cuadra disfrutaba jugar fútbol en el patio de su casa, no había quien le ganara en canicas y era experto en despertar sonrisas: era máster en monerías. Y tenía preparado su último gran acto cuando aquella tarde del baile, horas antes de la función, mientras las mujeres elegían su atuendo y los hombres afeitaban sus escasa barba, ese rubio de un metro y diez centímetros ejecutó una maniobra insospechada:
Como una fiesta donde había que sacarlas a bailar a todas, recorrió la mayoría de las casas de la vecindad, una a una como quien va entregando una encomienda: fue, saludo, jugó carritos con Hugo -mi hermano menor- y comió y bebió todo lo convidado: galletas saladas, jugo de mango, dulces… Todo era risas hasta las 5:30 de la tarde cuando a pocas horas de darle play al casete en el equipo de sonido, como quien escucha un llamado pianístico de Thelonious Monk desde el cielo, Frank convulsionó y se desplomó.
En la cuadra todo era mutismo, un silencio parecido a la mudez de la leona que escondida observa y cuida a sus crías de cualquier famélico depredador, ¡nadie pronunciaba sílaba! A las 6:45, ya entrada la noche, mientras empezaban a llegar las nenas con sus camisetas color pastel y sus yines anchos buscando cautivar galán, se conoció la noticia: a sus seis años, Frank murió.
Como quien interpreta su propia obra, así se despidió, bailando su última gran balada.
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