“Esta sociedad secreta de rock y juventud”
Andrés Calamaro
“We’ll keep on trying
tread that fine line
we’ll keep on smiling,
And whatever will be will be”
Innuendo, Queen
Por: Juan Esteban López @neolunatismo
Desde que ocurrieron los hechos políticos, sociales y culturales de la década de los 60 del siglo pasado los jóvenes empezaron a rebelarse, a oponerse a sus padres, al mundo adulto. Surgió entonces esa pugna generacional entre lo nuevo -la revolución que hace que el mundo avance-, y lo viejo -la reacción que permite que los valores tradicionales sean conservados-. Ignoro si en la actualidad, en pleno año 2018, aún exista esa lucha. Ya no soy un adolescente, y tampoco tengo hijos, así que no estoy muy enterado que digamos. Quizás no, en esta época, en la cual tenemos tantos derechos y libertades, y el acceso a la información es prácticamente ilimitado. Quizás el rock ya no sea contracultural.
Pero a mí sí que me tocó vivir mi propia guerra generacional. A muchos de mis contemporáneos rockeros, metaleros, punkeros, seguro que también. Supongo que al final salí vencedor pues acá estoy, siendo rockero. En cualquier caso fue una etapa imprescindible para crecer: me divertí, me curtí, afiancé mi ser profundo, lo que soy ahora.
Corría el año 1990. Yo cursaba el noveno grado. Desde el principio de aquel año me había incorporado al equipo de la emisora del colegio. En realidad no era gran cosa: una emisora interna que sonaba por los viejos parlantes de los patios, durante los tiempos de descanso. La emisión no duraba más que 15 minutos en el primer descanso y 20 en el segundo. Esa era nuestra “emisora”. 35 minutos al día. Un pequeño cuarto de unos 8 metros cuadrados. Una consola muy sencilla. Y unos chicos que jugaban a ser las grandes estrellas de la radio comunicación. ¡Pero cómo nos la soyábamos! Ser DJ a la edad de catorce, quince años, es una experiencia extática.
Yo estaba, junto con Gonzalo, los jueves. Ese día correspondía el rock, pues los otros 4 días eran para la salsa, la trova cubana, el merengue y la música romántica. Gonzalo y yo, además, éramos vecinos. Todos los días, durante los 6 años del bachillerato, recorríamos caminando los 20 minutos que nos separaban del colegio intercambiando impresiones sobre música, sobre la nueva banda que habíamos conocido hacía poco, sobre el casete que habíamos acabado de grabar. Fueron tardes memorables.
Pues bien, con Gonzalo intentamos transmitir ese sentimiento musical. Los jueves, unos 5 minutos antes de que sonara la campana para el descanso, salíamos corriendo como locos del salón de clases rumbo al pequeño cuarto de la emisora. Prendíamos la consola, sacábamos nuestros casetes y realizábamos el programa. Sonaban bandas como Poison, Motley Crue, Warrant, Tesla, Metallica, Megadeth, y la infaltable vieja guardia.
Todo marchó a la perfección los primeros meses. Nos divertíamos, nos sentíamos en la cima del mundo. Pero las cosas cambiaron hacia la mitad del año. La emisora no tenía una dirección general, era más bien una gestión que hacíamos colectivamente los participantes de la misma. Hasta que de un momento a otro apareció el profesor de español de nuestro grado con la noticia de que había sido nombrado por el propio rector del colegio como director de la emisora. A primera vista no parecía tan grave el asunto. Pero lo que no sabíamos entonces era que este profesor tenía su propia visión de la cultura...
Para empezar nos impuso que en el primer descanso tenía que sonar música colombiana tradicional. Así, cada programa perdió 15 minutos de los 35 de que disponía anteriormente, reemplazándolos con los consabidos temas: Pueblito Viejo, Las Acacias, Espumas, Yo también tuve 20 años, etc. No es que yo ahora desprecie la música colombiana, pero en aquella época, a mis catorce, no era lo que prefería escuchar. Además, terminaba siendo insoportable escuchar de lunes a viernes aquel único casete, que daba vueltas perpetuamente con la misma retahíla de canciones.
Y para rematar este nuevo director decidió cambiar un programa, ¡justo el de nosotros! Ya no iba a ser de hard rock y vieja guardia, sino que sonaría una especie de go-go y ye-ye de los 60. Cosas como Palito Ortega, Enrique Guzmán, Sandro, entre otras. Naturalmente ni Gonzalo ni yo soportamos aquella música que daba grima, y no duramos ni dos semanas más en la emisora. Los demás compañeros siguieron con sus programas, pero según me hicieron entender no soportaban a aquel pelmazo. Se había acabado mi sueño en la emisora, y había perdido mi primera batalla de aquella guerra.
Pero las cosas no terminarían allí. El odio se trasladó al aula. Este profesor se empeñaba en combatir nuestros gustos musicales. Como parte de esta clase nos correspondía realizar una vez al año la cartelera cultural del colegio. Yo estuve en un grupo con Gonzalo, y decidimos elaborar un artículo musical acerca de Black Sabbath. Hicimos la biografía y pegamos algunas fotos en aquella cartelera. Pero el profesor nos calificó con un hermoso y redondo cero, argumentando que aquello no era cultura, que no tenía nivel, que ni siquiera era subcultura. ¡Eso sí que me hizo hervir la sangre! Cuando supe esto busqué a aquel profesor y tuvimos una fuerte discusión. Por supuesto, yo tenía todas las de perder, y aparte de que reprobé la materia aquel bimestre, tuve la correspondiente sanción disciplinaria. Desde mi punto de vista era una situación absurda e injusta, pero no podía hacer nada. El desgraciado era intocable. Yo era un simple alumno y él un profesor, omnipotente, respaldado. Segunda derrota.
Los acontecimientos continuaron más o menos del mismo talante durante el resto del año. Hasta que un día los dioses de la música, de la cultura, me brindaron una oportunidad inigualable para ganar la batalla final de aquella guerra. Resulta que se asignó cierta tarea escolar: cada alumno debía recitar un poema, uno por clase. Inmediatamente supe qué debía hacer. Mi venganza contra este hombre testarudo, contra esta mente obtusa que me subvaloraba a mí y a mis bandas preferidas, iba a ser recitarle una letra de rock en las narices, sin que se diera cuenta. ¡Ya te daré yo cultura!
Con el pasar de las clases mis compañeros iban recitando algunos clásicos, pero también aparecieron poemas que no parecían ser muy conocidos. Ahí me di cuenta de que mi idea iba a ser perfecta. Así que recurrí a mi cuaderno de canciones, aquel que todavía conservo, y donde pegaba recortes de temas, artículos y fotos de mis artistas favoritos, los cuales salían publicados en los periódicos locales, cada viernes, en las secciones de rock gestionadas por Veracruz Estéreo y Radioacktiva. Dicho sea de paso, este cuaderno fue una de las escuelas donde aprendí y mejoré mi inglés, y estoy seguro que así también ocurrió para muchas personas.
El caso es que abrí el cuaderno y escogí “Innuendo” de Queen. Esa era la letra que iba a recitar. Me parecía hermosa, y con un tono un tanto más poético que otras canciones. Me dediqué varios días a traducirla, o mejor dicho, a mejorarla, a adaptarle ciertas rimas y frases. A la postre estuve totalmente seguro. Tenía un poema. El profesor no podría saber si existía, no podría argumentar que no era cultura.
Carátula del disco "Innuendo" del año 1991.
Finalmente llegó el día señalado. Me paré confiado delante de mis compañeros. -Voy a recitarles “Insinuación”, del poeta inglés Freddie Mercury- dije. Imaginé la música, los acordes iniciales, los redobles de tambores, los telones, los arlequines, las máscaras, y toda la escenografía del vídeo. Y empecé a declamar...
“Mientras el sol flote en el cielo, y el desierto tenga arena,
mientras las olas del mar estallen y confluyan con la tierra”...
Me concentré aún más, iba entrando en calor.
...”Mientras vivamos según la raza, el color o el credo
mientras nos gobierne la locura ciega, la codicia, los deseos,
Nuestras vidas ordenadas por la tradición,
la superstición, la falsa religión,
A través de las eras, sin cesar”...
Gonzalo y otros compañeros sonreían maliciosamente, sabían de mi plan.
...”A través de la pena, durante todo nuestro esplendor
no se ofendan con mi insinuación”...
Miré de reojo al profesor. Estaba serio, no parecía darse por enterado. Yo cerré los ojos. En mí sonaba el solo de guitarra, aquella cadencia frigia, tan característicamente flamenca. Algo estalló en mí, y rematé con fuerza magistral el poema.
...”Si existe un Dios o alguna clase de justicia bajo el cielo
Si existe un significado, una razón para vivir o morir
Si hay una respuesta a nuestras eternas y obligadas preguntas
Muéstrate, extermina nuestros miedos, arroja tu máscara.
Nosotros seguiremos intentando
andar por esa delgada línea
Sí, seguiremos sonriendo,
y lo que sea, será.
Simplemente seguiremos intentando
Hasta el fin de los tiempos”.
Cuando terminé estaba exultante. Había sacado adelante el poema. A la clase le gustó, me premiaron con sonoros aplausos. El profesor no quiso decir nada. Ignoro si se olió que le había restregado una letra de rock en la cara. Simplemente me calificó con un ocho y siguió su clase como si nada. Quizás por fin había entendido que por más esfuerzos que hiciera, no nos iba a hacer cambiar de opinión.
Por mi parte, lo consideré un gran triunfo. El rock era poesía pura, el rock era cultura, el rock era una forma de vida. Ni este profesorcito, ni los libros y documentales que calificaban al rock de satánico, ni las quejas de mi madre y mi familia, ni la moralista y reaccionaria sociedad; nada iba a sacarme de mi camino, de mi sueño de ser de rockero. Había ganado la gran batalla generacional del rock.
Vean el videoclip con la traducción:
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