Foto: Carátula del disco "Lovehunter" del grupo Whitesnake. 1979
En HagalaU siempre hemos sostenido que somos 'pantaneros', recorremos la calle y vivimos el encanto de los conciertos y la música. Por eso, iniciamos un ciclo de textos para contar experiencias de personas que a su manera, tienen algo que decirnos sobre el rock. Y empezamos con una relato que puede quedar muy bien ilustrado si escuhamos de fondo al grupo británico "Placebo".
Por: Mauricio López // Especial para HagalaU
Al rock le debo mucho sexo, es más, le debo casi todo el sexo que he tenido. Mi primera experiencia, a los 16 años, ocurrió en El Retiro, en un campamento Boy Scout (Se pueden reír), con una rubia hermosa llamada Luisa Fernanda.
Con ella debía inventarme la canción del campamento y cuando le dije que eligiéramos Welcome to the jungle de los Gunners, ella prácticamente se derritió en mis brazos.
“No lo puedo creer”, me dijo. “Yo adoro a los Gunners”, aseguró.
Después de eso nos hicimos buenos amigos, y durante los tres días que duró aquella experiencia de supervivencia, yo actué como su guardaespaldas.
Le ayudaba a pasar ríos, a escalar laderas, a rastrear en medio de la maleza. Le enseñé varios nudos y amarres, y hasta le presté una chaqueta de Alice Cooper que jamás me devolvió.
Lo hicimos el último día. Teníamos un espacio de dos horas antes de partir hacia Medellín, y entonces, sin que nadie nos viera (o al menos eso creímos), nos escabullimos del campamento hacia la vía de Guarne. Nos pusimos a escuchar rock en mi Walkman, pues yo tenía dos casetes variados, uno de Metal Masacre y otro de Queen. Elegimos el segundo. Todo estuvo Magic. Ella se dejó besar en Fat bottomed girl y luego se abrió la blusa en Love of my life. En Dont stop me now yo ya era todo un hombre, y aunque quise hacerla mi novia en Killer queen, todo se arruinó con Under pressure, pues varios de nuestros compañeros habían observado todo tras los arbustos.
Ella no regresó a los Boy Scouts. Incluso se pasó de barrio. No la volví a ver jamás, y admito que la he buscado en Facebook y en Tinder. Y sí, me topo con muchas Luisa Fernanda’s, pero en ninguna de ellas logro ver esos ojos electrizantes que me miraban fijamente mientras yo introducía mi pene por primera vez en una vagina.
En otra ocasión, ya en época de universitario, me volé de una clase de Semiología de las 4 de la tarde. Me fui a tomar cerveza a una taberna de salsa que quedaba frente a la Universidad de Antioquia: Gatopardo, y de allí, cuando ya estaba ebrio, fui raptado por una mujer flaca, vestida de negro y con el pelo largo.
Primero me llevó hasta la pista para bailar esa rola llamada Sentencia china. Luego me apretó contra su vientre y me beso las orejas y el cuello. A esas alturas hasta un perro podría haberse orinado en mi entrepierna y mí me habría parecido genial.
La mujer me arrastró hasta un taxi se metió conmigo en la silla de atrás. Ahí nos besamos y mezclamos mi aguardiente con sus cervezas. La boca le olía a cigarrillo, pero no me importó.
Me llevó hasta su casa en Bello. Me pareció que vivía sola, pese a que la casa era grande, larga. Me tiró a la cama de la primera habitación que estaba a la vista, y me dijo de forma sensual: “espérame”.
Por poco me duermo, pero ella apareció al instante con un par de velas y un CD de Pink Floyd.
Prendió un porro que no sé de dónde putas lo sacó, y fumamos, tiramos y bebimos durante cuatro horas, al ritmo del Meddle y del Animals.
Si, el rock ha sido mi San Antonio de Padua, casi siempre.
En muchas ocasiones ni siquiera he tenido que ir a moteles, pues me ha bastado con los baños y los segundos pisos de algunos bares alucinantes como el Viejo Vapor, el Guanábano y Arcanos.
Primero me siento en la barra y, si tengo plata, pido Wisky o media de ron. Trato de parecer interesante. Pido unas cuantas canciones de culto, pero no muy conocidas, tipo Nightmare de Future Tense, o algo de Ten Years After, Radiohead o Frankie Valli. Tatareo las rolas que piden en español, en especial si son de Los Árboles, Bajo Tierra o Providencia, y luego doy una ronda hasta el baño o hasta la entrada, para observar qué hay a la vista.
La música hace su parte. Un buen tema levanta a las mujeres de las mesas, las pone a producir serotonina, dopamina y endorfina; las hace dóciles, las pone felices. Y ahí entro yo, como gato salvaje. Me lanzo al vacío sujeto a un paracaídas de los Rolling Stones, y espero no caer de frente contra una roca.
Alguna añeja noche, estando en Viejo Vapor, me encontraba en la barra tomando ron y escuchando Tom Petty. Llovía, era tarde. De pronto una mujer entró al bar corriendo, mojada, como aturdida, y se sentó junto a mí. Tras un breve lapso de silencio me pidió un trago de ron.
Hablamos un rato y ella pidió Los Pericos. Subimos al segundo piso, que estaba solo, y allí nos sentamos en el sofá, muy juntos. Los besos no se hicieron esperar y lo demás fue sencillamente irremediable. La lluvia y John Lennon fueron la banda sonora de aquel frenético momento, inolvidable para mí.
En otra ocasión, en Arcanos, otra chica subió conmigo al segundo piso, y allí, tras escuchar una rola de ZZ Top, se abalanzó sobre mí, poniendo sus tetas en mi cara, y me dijo: “No hables, no digas nada, sólo házmelo”.
No puedo quejarme de mi vida, y todo gracias al rock and roll, esa mundana creación sonora gracias a la cual no soy un puto hombre virgen a los 40.